Artículo de interés:
La
dignidad de la familia.
La familia es uno de los instrumentos naturales queridos por Dios para que los
hombres cooperen en la Creación
26 de septiembre de 2007
Al
finalizar la obra de la creación del universo, en el sexto día, «formó Yavé
Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de
vida, y fue así el hombre ser animado» (1). Si en todas sus obras se había
complacido, en la formación del género humano Dios se alegró sobremanera: vio
que era "muy bueno" lo que había hecho, testimonia la Escritura (2), como si
el autor inspirado quisiera reafirmar la peculiar acción divina en la creación
del hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador por su alma espiritual e
inmortal. No contento con esto, el Señor le confirió gratuitamente una
participación de su misma vida íntima: le hizo hijo suyo y lo llenó con los
llamados dones preternaturales.
Para que los hombres alcancen el Reino de los Cielos, la Providencia divina ha
querido contar con su libre colaboración. Y para que esta colaboración en la
transmisión de la vida no quedara al vaivén de posibles caprichos, el Señor
quiso protegerla mediante la institución natural del matrimonio (3), elevado
luego por Cristo a la dignidad de sacramento.
La familia —la gran familia humana, y cada una de las familias que habrían de
componerla— es uno de los instrumentos naturales queridos por Dios para que
los hombres cooperen ordenadamente en su decreto Creador. La voluntad de Dios
de contar con la familia en su plan salvador se confirmará, con el correr de
los tiempos, a través de las distintas alianzas que Yavé fue estableciendo con
los antiguos patriarcas: Noé, Abraham, Isaac, Jacob. Hasta que la promesa del
Redentor recaiga en la casa de David.
Llegada la plenitud de los tiempos, un ángel del Señor anunció a los hombres
el cumplimiento del plan divino: nace Jesús, en Nazaret, de María, por obra
del Espíritu Santo. Y Dios provee para su Hijo una familia, con un padre
adoptivo, José, y con María, la Madre virginal. Quiso el Señor que, también en
esto, quedara reflejado el modo en que Él desea ver nacer y crecer a sus hijos
los hombres: dentro de una institución establemente constituida.
Por su misión natural y sobrenatural, por su origen, por su naturaleza y por
su fin, es grande la dignidad de la familia. Toda familia tiene una entidad
sagrada, y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad
civil y de la Iglesia. Por eso, resultaría una trágica corrupción de su
esencia reducirla a las relaciones conyugales, o al vínculo de sangre entre
padres e hijos, o a una especie de unidad social o de armonización de
intereses particulares. San Josemaría insistía en que «debemos trabajar para
que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de
santidad» (6).
El hogar ha de ser la escuela primera y principal donde los hijos aprendan y
vivan las virtudes humanas y cristianas. El buen ejemplo de los padres, de los
hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, se reflejan de manera
inmediata en la configuración de las relaciones sociales que cada uno de los
miembros de esa familia establece. No es casual, por tanto, el interés de la
Iglesia por el adecuado desarrollo de esa escuela de virtudes que ha de ser el
hogar. Pero no es éste el único interés: mediante la colaboración generosa de
los padres cristianos con el designio divino, Dios mismo «aumenta y enriquece
su propia familia» (7), se multiplica en número y virtud el Cuerpo Místico de
Cristo sobre la tierra, y se ofrece desde los hogares cristianos una oblación
especialmente grata al Señor (8).
La realidad familiar funda unos derechos y unos deberes. Antes que nada las
obligaciones: todos sus miembros han de tener conciencia clara de la dignidad
de esa comunidad que forman, y de la misión que está llamada a realizar. Cada
uno ha de cumplir sus deberes con un vivo sentido de responsabilidad, a costa
de los sacrificios que sean precisos. En cuanto a los derechos, la familia
reclama el respeto y la atención del Estado por un doble título: es la familia
la que le ha dado origen, y porque la sociedad será lo que sean las familias
(9).
Para cumplir todos estos deberes, es indispensable que los miembros de la
familia sobrenaturalicen su afecto, como sobrenaturalizada está la familia. De
este amor —suave y exigente a la vez— brotan esas delicadezas que hacen de la
vida de familia un anticipo del Cielo. «El matrimonio basado en un amor
exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con un
pueblo, y, viceversa, el modo de amor de Dios se convierte en la medida del
amor humano» (10).
En los momentos actuales de la vida de la sociedad, se hace especialmente
urgente volver a inculcar el sentido cristiano en el seno de tantos hogares.
La tarea no es sencilla pero sí apasionante. Para contribuir a esta inmensa
labor, que se identifica con la de volver a dar tono cristiano a la sociedad,
cada uno ha de empezar por "barrer" la propia casa.
Adquiere entonces particular importancia en la consecución de este proyecto la
educación de los hijos, aspecto fundamentalísimo de la vida familiar. Para
responder a este gran reto —educar en una sociedad en buena medida
descristianizada— conviene recordar dos verdades fundamentales: «La primera es
que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es
que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo» (11). En
la educación están coimplicados tanto los hijos como los padres, primeros
educadores, de modo que sólo se puede dar en la «recíproca comunión de las
personas»; el educador, de algún modo «engendra» en sentido espiritual, y
según «esta perspectiva, la educación puede ser considerada un verdadero
apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece una relación
profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos en la
verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por parte de
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (12).
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1. Gn 2, 7.
2. Cfr. Gn 1, 31.
3. Cfr. Gn 1, 27.
4. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 22.
5. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 350.
6. SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 91.
7. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.
8. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 188.
9. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 457-462.
10. BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 11.
11. JUAN PABLO II, Carta a las familias (2-II-1994), n. 16.
12. Ibid.
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